Resolver el dilema para asegurar el derecho a la intimidad y, al tiempo, garantizar transparencia debería elevar las capacidades de las autoridades para identificar el perverso anonimato en las redes.
Desde hace meses, asistimos a los estragos políticos que han generado las revelaciones de Edward Snowden y que comenzaron hace ya años con las publicaciones de Julian Assange y los llamados wikileaks. Sin embargo, más allá del escándalo, lo que resulta evidente es que estamos en mora de abordar el debate de fondo que se ha originado entre el derecho a la intimidad y el valor de la transparencia.
En la sociedad de nuestros días, donde la comunicación a través de las redes sociales crece de manera exponencial y cada ciudadano ha terminado convertido en emisor, mensaje y medio, lo que se deduce es que la transparencia está venciendo al viejo principio del derecho a la intimidad. Para los jóvenes que presumen de su capacidad para exhibir sus pensamientos, sus sentimientos, sus conductas en tiempo real, publicando desde sus cartas de amor hasta las fotografías más reveladoras de sus relaciones interpersonales, es claro que la intimidad dejó de ser un escudo a favor del oscurantismo.
Lo que muestra el comportamiento de cientos de miles de ciudadanos que se comunican a través de las redes sociales es que existe una rebeldía frente a cualquier pensamiento o conducta que no esté expuesta públicamente como una muestra de transparencia.
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